Hoy en día, muchas cosas en la lucha en contra del racismo mejoraron, pero aún quedan muchas más en el camino para lograr una sociedad más justa en la que el color de piel no sea la línea divisora entre quién puede y quién no puede vivir. Pero esto, en los últimos dos siglos era peor. La gente de color estaba mal vista, no tenían derechos básicos, las humillaban y hasta torturaban por el simple hecho de no ser blancos.
El deporte muchas veces sirvió para unir y este tema no le escapa a esa misión, en la que poco a poco los protagonistas más importantes fueron ganando terreno en la lucha por la igualdad. Sin embargo, lo que hoy vemos como normal, como por ejemplo un juego de NBA en el que DeMar DeRozan y Alex Caruso comparten equipo, hace más de siete décadas no lo era, y de hecho estaba totalmente prohibido.
Quizás se pregunten el porqué de ese ejemplo, y es que hasta mediados del siglo XX los jugadores blancos no podían estar en el mismo equipo que los negros. Ni siquiera podían competir entre ellos y, de hecho, jugaban en ligas diferentes en las que los separaban por el color de piel.
Hay una historia precisamente acerca de un juego que rompió con las leyes de la época que nos remonta al año 1944. Fue el 12 de marzo, cuando el equipo de estudiantes de medicina de Duke, una de las universidades más prestigiosas de estados Unidos de donde salieron decenas de estrellas de la NBA, como Zion Williamson y RJ Barrett por citar los casos más recientes, organizó un encuentro secreto en conjunto con los jugadores de la Universidad para Negros de Carolina del Norte.
El equipo de Durham, que por ese entonces era dirigido por John McLendon, no podía participar de los torneos de la NCAA ni del NIT, pese a que habían terminado la temporada con 28 triunfos y una sola derrota. En ese plantel brillaban todos, no había uno solo que destacaba: Henry «Big Dog» Thomas, James «Boogie» Hardy, Floyd «Cootie» Brown y Aubrey Stanley. «Podríamos haberle ganado a cualquiera», decía el entrenador por esa época, aunque no tenía la posibilidad de demostrarlo.
Pero los jóvenes de Duke no se quedaban atrás. Ese año conquistaron el título de la Southern Conference, con varios jóvenes que ya tenían experiencia en otros colleges, como el pívot Dick Thistlethwaite, en Richmond, David Hubbell, un alero que estuvo varios años en Duke, Homer Sieber, de Roanoke, Jack Burgess, el base de Montana, y Dick Symmonds, con buen paso por la Central Methodist of Missouri.
Fue justamente Burgess el que ideó el plan. Era el más joven del equipo de Duke y uno de los rebeldes de la época, por llamarlo de alguna manera, ya que en varias oportunidades había tenido problemas en la vía pública por manifestarse públicamente contra las Leyes de Jim Crow, un conjunto de normas establecidas para separar en ámbitos públicos a las personas por su color de piel.
El base de Duke había conocido a algunos miembros del equipo de North Carolina en las reuniones del YMCA, y empezó a crecer el debate entre qué equipo era mejor, si los Eagles o los Blue Devils. Por eso, para quitarse la duda, decidieron que un juego entre ambos equipos iba a ser ideal para terminar con el interrogante. Sin embargo, pese a que los jugadores estaban dispuestos a llevar a cabo el desafío, el problema era cómo hacer para que nadie se entere de lo que iba a suceder.
La propuesta estaba sobre la mesa, solo faltaba la aprobación de los entrenadores. McLendon la aceptó pero impuso sus condiciones: el partido se jugaría en su cancha, con árbitros y reloj para hacerlo lo más oficial posible. Los blancos aceptaron con algunas dudas, aunque lo que los terminó de convencer era la motivación por saber cuál era el mejor equipo. «Pensábamos que podríamos vencerlos, así que decidimos averiguarlo», expresó David Hubbell.
El escenario ideal era el domingo al mediodía, momento en el que gran parte de la población de Durham, incluidos los oficiales de la policía, estaban en la iglesia. Sin embargo, un periodista del The Carolina Times se enteró del juego, pero prometió que no iba a decir una sola palabra al respecto y le permitieron presenciarlo. Una hora antes del horario indicado, los jugadores de Duke se trasladaron en autos alquilados hasta el estadio de North Carolina y, cuando llegaron a la puerta del complejo, se taparon con las camperas por encima de la cabeza para evitar ser vistos.
Entre los protagonistas había dudas de lo que estaban haciendo, sobre todo si las cosas no salían de la manera más amistosa y alguna pelea se desataba. «Nunca antes había jugado contra un blanco, estaba temblando porque no sabía lo que podia pasar, si había alguna falta dura o una discusión. Los miraba constantemente a ‘Big Dog’ y a ‘Boogie’ para saber qué hacer, ellos venían del norte», reconoció Aubrey Stanley, que con solo 16 años era el más joven del equipo. Había una entendible incertidumbre acerca de cómo reaccionarían ambas partes.
Sin embargo, el encuentro se desarrolló con total normalidad y no hubo nada de qué preocuparse, todos entendían que a fin de cuentas era un juego. Ya en el campo, sin espectadores en las tribunas, iniciaron el partido. Con nervios lógicos por lo que estaban haciendo, que por ese entonces era ilegal, los dos equipos no lograban encontrarse cómodos dentro de la cancha al principio y fallaban en la definición de las jugadas.
Con el correr de los minutos entraron en confianza y empezaron a meter la pelota en el aro, los locales con más frecuencia que los muchachos de Duke. Promediando la primera mitad, el joven Stanley entendió que los rivales «no eran súper hombres, eran muchachos como nosotros a los que podíamos vencer tranquilamente».
Ya en la segunda parte, cuando el marcador todavía era parejo, los Eagles se dieron cuenta que podían ganar el juego y hacia ese objetivo fueron. No se cansaron de correr la cancha constamente y ahí, en la parte física, hicieron la diferencia definitiva en el juego aprovechando la superioridad que tenían sobre los Blue Devils. Finalmente, el juego terminó con un increíble 88 a 44 para los jugadores de North Carolina, que le dieron la razón a su entrenador cuando decía que podían vencer a cualquiera.
Pero la jornada no terminó ahí. Con ganas de seguir jugando y de seguir rompiendo las normas, decidieron que harían un partido mezclando jugadores. Intercambiaron camisetas y continuaron con el festival de básquet prohibido. «Simplemente eramos todos hijos de Dios corriendo atrás de una pelota de básquet», reflexionó George Parks, uno de los hombres grandes del equipo de North Carolina.
Ahora sí, terminado el juego y con una gran amistad forjada en pocas horas, los jugadores de ambos equipos se dirigieron a las residencias de estudiantes para terminar con una ronda de cervezas. Luego de pasar un gran rato dejando en claro que el color de piel no importa para nada, los jugadores de Duke se subieron a los autos y volvieron a sus casas.
Así se pensó y se ejecutó el primer partido entre blancos y negros en la historia del básquet, que se llevó a cabo de manera secreta en una época en la que el racismo se veía por todos lados. Un juego que podría haber quedado en el recuerdo solamente de quienes lo protagonizaron, pero que vio la luz en la década de los ’90, cuando Scott Ellsworth, profesor de la universidad de North Carolina e historiador, entrevistó al coach McLendon por los 50 años de la liga para universidades de personas de color.
En esa oportunidad, hablando sobre ese tema el director técnico de los Eagles se vanaglorió de haber formado parte del primer partido entre negros y blancos. Eso despertó la curiosidad del profesor, quien reconstruyó todos los hechos de la mano de McLendon y finalmente plasmó ese hecho histórico en el New York Times el 31 de marzo de 1996.
El creador de este juego, Jack Burgess, le escribió una carta a su familia unos días más tarde contando acerca de lo que había pasado: «Me pregunto si les dije que jugamos un partido de básquet contra el equipo de una universidad para negros. Bueno, lo hicimos, fue muy divertido y pasamos un gran momento. Varios de los que jugaron conmigo eran del sur y, cuando terminó el día, la mayoría de ellos habían cambiado mucho sus puntos de vista».
Quizás tome décadas y hasta siglos erradicar por completo el racismo de la sociedad, no es algo que se pueda lograr de un día para otro, pero sucesos como este, en una época en la que los negros eran perseguidos solamente por ser diferentes, son los que realmente hacen la diferencia. Solo alcanza con que más y más gente empiece a pensar y ver el mundo como estos jóvenes de North Carolina y Duke, que arriesgaron su vida por el deporte y, más importante aun, por romper las barreras de la desigualdad.
Nota: Emiliano Iriondo | Twitter: @emi_iriondo