Pablo Prigioni lanzó su tuit: “Ha llegado el momento” y, con una carta clara y sin estridencias (como era esperable en él), anunció su retiro del básquet. A partir de ese momento se sucedieron la sorpresa, alguna especulación sobre si no había “algo más” y, fundamentalmente, el reconocimiento unánime de todo el ambiente a una carrera impecable que tuvo como sello principal la superación constante.
Como suele suceder en casos así, todos los que amamos este deporte y sentimos algo especial por una camada de basquetbolistas que nos hizo sentir orgullosos empezamos a bucear en nuestra memoria en busca de recuerdos que involucraran al base cordobés. Y así, mientras volvía del trabajo, empecé a acumular imágenes de su vida basquetbolística que confirmaban a cada paso la idea de que probablemente sea el jugador de este grupo que más lejos llegó en comparación a las expectativas que había sobre él en sus inicios, o esa es al menos la idea que me queda de su recorrido. Probablemente me equivoque en algún dato, pero me propuse sólo recordar por “métodos naturales” (sin Google ni nada semejante) y ver qué iba apareciendo, sin ningún tipo de “intoxicación” externa, en mi acotada base de datos cerebral.
En orden cronológico, la primera vez que lo vi fue a sus 19 años en un partido de TNA, frente a la UBA en Ciudad Universitaria en la temporada 1996-97, cuando jugaba para Belgrano de San Nicolás. Todavía ni siquiera era base y su estilo me hacía acordar al de Jeff Fryer, un escolta de la Universidad de Loyola Marymount de fines de los 80s que corría por las calles laterales y no dudaba en revolearla cada vez que le llegaba la pelota (el por qué recuerdo ese nombre es una patología que estoy tratando, no se preocupen). ¿Alguien se animaba a presagiar en ese momento que se convertiría en un extraordinario conductor que podía dominar un partido casi sin tirar al aro?
Un par de años más tarde, ya en Obras en la Liga Nacional, empezó su mutación hacia ser base de la mano del “Tola” Cadillac, su entrenador en ese momento y parte de una dinastía de leyendas del puesto. Muchos han intentado, no siempre con éxito, cambiar de posición a sus jugadores pero no recuerdo muchos casos exitosos a la hora de “inventar” un conductor. Las responsabilidades de esa posición y los “intangibles” que conlleva hacen que esa reconversión no sea para cualquiera. Prigioni lo hizo y llevó a su equipo hasta las semifinales de la competencia, pero ¿alguien lo imaginaba en ese momento como el mejor base de la mejor liga del mundo FIBA?
Llegó al Viejo Continente en un momento en el que eran muchos los argentinos que, pasaporte comunitario y crisis local mediante, encontraban un lugar en las principales competencias del otro lado del Atlántico. Irse a España o Italia no era un sello de jugador indiscutido y en ese grupo estaba Pablo, llegando primero al humilde Fuenlabrada para después pasar por Alicante en la segunda categoría (con Julio Lamas como entrenador) y conseguir el ascenso a la ACB, para terminar afianzándose como uno de los máximos ídolos en la historia del Baskonia (Taugrés, TAU Cerámica, TAU, Caja Laboral, Laboral Kutxa o como quieran llamarlo en función de su fecha de nacimiento), más allá de un breve paso por el Real Madrid. Allí dejó una marca imborrable y selló una sociedad única con Luis Scola, además de pelear siempre arriba y sumar títulos. ¿Se podía pensar en que sería para muchos el mejor base argentino de todos los tiempos?
Durante su período español llegó el momento de selección, la etapa que seguramente quedará marcada a fuego en nuestra memoria y probablemente también en la de él. Como parte de una camada de mucho talento le llevó tiempo hacerse un lugar en el grupo top (tuvo algunas participaciones previas en sudamericanos) y su primer torneo grande (Mundial de Japón 2006) le llegó a los 29 años. Sin ser un nombre destacado entre los de su edad durante su formación, y sin haber integrado selecciones menores, su presente en España le daba chapa para ganarse un lugar pero la tarea no era fácil: debía sumarse a un grupo muy establecido, que se conocía desde hacía muchos años y que todavía tenía colgada la medalla de campeón olímpico. El retiro del equipo nacional de un consagrado como Alejandro Montecchia le abrió un espacio que, en un principio, no pareció resultarle fácil de ocupar. Con “Pepe” Sánchez como EL base de esa selección, se veía que a Prigioni le costaba el rol de sustituto al que no estaba acostumbrado y tuvo un torneo donde dejó algunas dudas. Sin embargo, al año siguiente, en el Preolímpico de Las Vegas empezó a construir su legado participando de una de las clasificaciones más difíciles a un Juego Olímpico por los interrogantes que generaba un equipo con muchas ausencias claves y porque también estaba Estados Unidos, con Kobe Bryant a la cabeza, buscando una de las dos plazas. En ese contexto, donde el margen de error era nulo, sacó a relucir su personalidad para tomar las riendas del equipo y empezar a transmitirnos esa sensación que perduró hasta el último partido que vistió la albiceleste: mientras esté en cancha pocas cosas malas pueden suceder.
Tras ese torneo ya nadie tuvo dudas sobre quién era el base de la selección argentina, reafirmándolo en Beijing con una impecable actuación, decisiva para conseguir la histórica medalla de bronce. Ya con Ginóbili, Oberto y Nocioni en el plantel, sumados a Scola, Delfino y Leo Gutiérrez (que habían estado en Las Vegas) empezó a ser pieza fundamental en el juego, además de una voz escuchada y respetada no sólo dentro de la cancha sino también afuera. En este punto siempre recuerdo la respuesta que me dio un integrante de ese equipo, en una charla informal, cuando le pregunté quiénes eran los que más opinaban, corregían o sugerían cosas en los entrenamientos y en la convivencia, y me sorprendió cuando me dijo casi sin dudar: “Pablo. Habla mucho y lo escuchan todos”.
Ya era uno más del grupo y ya tenía el carnet de “Generación Dorada” a pesar de no haber estado en Atenas, donde muchos imaginan haberlo visto de tan ligado que está a los mejores momentos del seleccionado. Sería repetitivo en estos días de homenajes enumerar sus logros internacionales pero sí aparecen algunos recuerdos aislados y desordenados. En 2009, por problemas con su seguro, se sumó sobre la hora al premundial sin haber hecho la preparación (aún corriendo riesgos) y casi inmediatamente transformó a un equipo que venía con dudas en la previa. Turquía 2010 vio cómo anotaba su nombre en la lista de grandes bases argentinos que lideraron la estadística de asistencias en un Mundial. En 2011 tuvo apariciones decisivas en el tenso Preolímpico de Mar del Plata. Los cólicos renales le hicieron perderse algunos partidos de Londres 2012 pero volvió a la cancha, con lo justo, para aportar en la llegada a semifinales. Llegó 2014 y tuvo su última función jugando el Mundial de España, adaptándose a otro rol dejando espacio para la evolución de sus herederos Campazzo y Laprovíttola.
Estas son sólo algunas de las memorias puntuales que uno tiene de él con la palabra “Argentina” en el pecho. Y a todo eso habría que sumar que durante gran parte de su ciclo no tuvo recambios de su mismo calibre obligándolo a absorber muchos más minutos de juego y reduciendo aún más su margen de error. Carácter, lectura de juego, amor propio, pases quirúrgicos, compromiso, buena mano, entrega, defensa, talento… todo esto también conforma el combo que entregaba en cada certamen. ¿Podía haber algo más? ¿podía un base “tan FIBA” como él tener un lugar en la NBA?
En 2012, de manera un tanto sorpresiva, los míticos New York Knicks lo contrataron para que sea el debutante más viejo de la historia de la mejor liga del mundo. Con 35 años aceptó ganar menos plata y perder protagonismo para aceptar el desafío de competir en un mundo al que él también miraba con dudas. Entre charlas con Spike Lee y la sorpresa por cada detalle NBA, aceptó su rol como tercer base, trató de aprovechar los minutos que tenía y armó su estrategia para poder aportar desde algún lugar al equipo. “En ataque me tenía confianza pero en defensa no sabía si iba a poder con algunos de los bases explosivos que iba a enfrentar. Entonces dije ‘bueno, si me atacan uno contra uno cinco veces en un partido, tengo que lograr defenderlos bien dos o tres veces como sea, el resto los corto con falta’”, le decía a Fabián Pérez en una nota en Uno contra Uno (quizás esta cita no es “tan” textual pero la idea era esa. Recuerden la patología de la que les hablaba al inicio y que prometí no googlear). Su camino en la NBA tuvo altibajos, siempre en roles acotados, pero se ganó el respeto de todos. Hasta los entrenadores y compañeros más consagrados reconocían en él a un profesional ejemplar con altísimo conocimiento del juego y admirable capacidad para adaptarse a lo que fuera que necesitara el equipo. Ese respeto tiene un hito muy reconocible y es el día en que todo el Madison Square Garden lo ovacionó al grito de “Pablo, Pablo” en un partido de playoff. Recuerdo ver una y otra vez ese video casero que dio vueltas por Youtube e imaginarme en su lugar mientras se me ponía la piel de gallina.
A los 39 años, sin sentirse en condiciones de aportar lo que pretendía al Baskonia que lo había recuperado un mes antes, y ya sin la motivación necesaria para seguir haciendo el esfuerzo por estar a la altura, dijo basta con la convicción que mostró en el momento de tomar decisiones y con la sinceridad y claridad con la que siempre expresó sus opiniones. Se va el que pudo transformarse de necio anotador en un extraordinario conductor de juego que podía dominar un partido sin tirar al aro, el que fue considerado por muchos años el mejor base de la liga española, el que se hizo un lugar indiscutido entre los líderes del mejor equipo de la historia del deporte argentino, el que es para muchos el mejor en su puesto en la historia de nuestro país, y el que demostró que también podía jugar en la superestelar NBA. Se fue uno de los más grandes ejemplos de autosuperación, el que logró muchísimo más de lo que nadie nunca hubiera imaginado pero que ahora todos recordarán.
por Diego Brunetti
Foto: Joe Camporeale (USA TODAY Sports)